
s menos riesgoso asumir los “no lugares” —siguiendo a Marc Augé, esos espacios como aeropuertos o supermercados que no generan identidad, relaciones sociales significativas ni historia compartida— que hablar de “no personas”. Sin embargo, en nuestras sociedades se ha vuelto común tratar a ciertos grupos como si lo fueran: individuos reducidos a cifras, a estereotipos o a simples obstáculos en el camino.
¿Qué ocurre cuando empezamos a hablar de “no personas”? No me refiero a los estados de despersonalización que surgen en circunstancias extremas, cuando alguien pierde el sentido de sí mismo. Tampoco se trata de mirar atrás con la arrogancia de quienes, en su momento, negaron la humanidad de otros —como en el holocausto nazi o en la violencia colonizadora que marcó a nuestro continente—. Hablo, más bien, de cómo en la vida cotidiana corremos el riesgo de vaciar de rostro y de voz a quienes están a nuestro lado, reduciéndolos a cifras, estereotipos o simples obstáculos en nuestro camino.
Para poder avanzar, conviene detenernos en una pregunta tan sencilla como inabarcable: ¿qué entendemos por persona? Responderla de manera definitiva es imposible, pero sí podemos trazar algunas pistas. Persona es, claro, el ser humano: el homo sapiens, el sujeto que narra su propia historia, que reclama derechos, que valora y que ríe. Pero también es mucho más: desde la imagen clásica del “bípedo implúmedo” con uñas largas y planas, hasta la metáfora moderna del “mono desnudo”.
La pregunta se vuelve incómoda cuando pensamos en quienes matan, destruyen el entorno de sus propios hijos o cometen atrocidades contra niñas. ¿Siguen siendo personas un narcotraficante, un terrorista, alguien que promueve la guerra o un político corrupto? Reconocer que lo son no significa absolverlos, pero sí enfrentar la contradicción de que la condición humana no se pierde, aunque se niegue en los actos que la degradan.
La verdadera frontera no está en decidir quién merece ser considerado persona. Personas somos todos, incluso quienes con sus actos contradicen esa condición. Reconocerlo no significa justificar, sino advertir que negar la humanidad del otro abre la puerta a la violencia y la barbarie. Y basta mirar las noticias: allí vemos a quienes, señalando al otro, se sienten autorizados a ejercer la misma crueldad que critican.
Dino Palacios es ciudadano.
El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.