
n cumpleaños de 200 años debería ser un día de gloria. Y si se trata de la historia de un país, el festejo debería resonar en cada rincón. Sin embargo, la celebración del Bicentenario se sintió menos como un homenaje y más como una dolorosa confirmación de lo que ya sabíamos.
Mientras los sucrenses, con genuino orgullo, pintaban las calles de rojo, amarillo y verde, el festejo oficial se desarrollaba a puertas cerradas. El cerco policial, tendido a dos cuadras de la plaza principal, no fue una medida de seguridad; fue una brutal metáfora: la fiesta era solo para un puñado de “elegidos”. No critico a quienes asistieron, pues algunos fueron invitados, sino a la miopía de quienes organizaron un acto excluyente, olvidando a la verdadera festejada: la ciudadanía del país.
Este desprecio y odio no es nuevo. Desde hace tiempo, la han mirado con desdén, con la velada intención de distorsionar su historia. Su deseo era que diera paso a una Catoblepas (cuerpo de vaca y cabeza de cerdo con la espalda cubierta de escamas); pensándolo bien, sin embargo, es más apropiado describir que lo que querían crear era una Mantícora (un tipo de quimera con cabeza humana, cuerpo de león, y cola de un dragón o escorpión). Le cambiaron de nombre, pero no llegaron a más.
Este desprecio se confirmó en un bicentenario que, en vez de unir, fue una trágica broma. La ocasión se redujo a una puesta en escena de propaganda con un gasto excesivo e insultante para la población en su mayoría, apenas con un par de invitados de renombre y un discurso principal que retrató la mezquindad y la falta de visión de hace 20 años del anfitrión y su clan.
Lo más doloroso de este festejo a puertas cerradas fue la exclusión de los verdaderos protagonistas. Los que debían estar, la gente que con su trabajo y sueños construye este país, fue dejada afuera. No solo destrozaron el sentido de la celebración, sino que la deformaron sin los principales invitados.
No estuve en la capital, pero seguí cada instante con atención. Desde la distancia, celebré los 200 años a mi manera: recordando a quienes, sin invitación, son los verdaderos dueños de la fiesta. Porque un cumpleaños sin el cumpleañero no es celebración. Es, simplemente, el triste reflejo de cuando te crees que el cumpleaños es tuyo.
Dino Palacios es ciudadano.
El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.
