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e paseaba por uno de los bancos de la iglesia mientras sus progenitores intentaban mantenerlo quieto; en ese intento, el inquieto niño recibió, tarjetas, chocolates y llaves para tranquilizarlo. “Mantente quieto”, le dijo una feligresa que se encontraba un banco atrás e intentaba escuchar la homilía del cura, al mismo tiempo que los padres del niño echaban miradas recriminadoras a quien había osado llamar al silencio al infante.

Una vez concluida la misa de Domingo de Ramos, los padres del niño y la abuela esperaron desafiantes en la puerta del templo a la señora que había llamado la atención al niño. ¿Quién es usted para llamar la atención a mi hijo?, le espetó el padre. ¿A qué vienen a la misa, par de brujas?, dijo la madre refiriéndose a la aludida y su acompañante. “No saben con quién se meten”, añadió el padre. “Solo queríamos un poco de silencio, disculpen”, dijo la acompañante de la recriminada. “Nada de disculpas, brujas”, argumentó la abuela. Solo faltaba una monería del niño.

Los victoriosos se retiraron a su coche lanzando miradas de perdonavidas y con ganas de escuchar alguna otra respuesta para aumentar el calibre de sus insultos. Habían ganado, porque el que insulta primero y levanta la voz gana y el que amenaza primero siente que empequeñece al que tiene enfrente. No les interesó la edad de las insultadas (mayores de 60 años) ni las disculpas. Es probable que el niño haya aprendido bien esa lección y pronto la aplicará en la escuela y frente a sus amigos.

“Venimos a misa a encontrar un poco de paz, a reflexionar sobre nuestras vidas, pero parece que no es nuestro día”, dijo una de las agredidas verbalmente, a tiempo que otras personas intentaban consolarlas y hasta sugirieron que se quejaran al sacerdote, aunque otra persona argumento. “Déjenlo así, porque seguramente si el cura llama la atención a ‘los valientes’, estos reaccionarían y mandaran al confesionario al cura a tiempo de decirle que “no se meta en nuestras vidas y dedíquese a hablar solo de lo que concierne en una misa”.

De vuelta a casa volví a tomar el libro “La peste” de Jean Paul Sartre, que en una de las páginas describía así la misa: En las iglesias, a la luz de los cirios, un hombre bebe vino delante de mujeres arrodilladas; descripción de un existencialista que retrata al agnosticismo europeo y el creciente ateísmo, distante de la fortaleza del cristianismo en Latinoamérica, donde viven la mayor cantidad de católicos en el mundo y donde poco a poco han ido ganando espacio los dioses: poder, placer y dinero.

Cuestionado por este hecho, volví a leer el documento de Puebla (1979) que hace una radiografía del papel de la iglesia en Latinoamérica. Me detuve en los puntos 81 y 82 que a la letra dicen. “Todos los problemas en este continente se ven agravados por la ignorancia religiosa a todos los niveles desde los intelectuales hasta los analfabetos. Con todo comprobamos que ha habido un avance muy positivo a través de la catequesis, especialmente de adultos. La ignorancia y el indiferentismo llevan a muchos a prescindir de los principios morales, sean personales o sociales, y a encerrarse en un ritualismo, en la mera práctica social de ciertos sacramentos o en las exequias, como señal de su pertenencia a la Iglesia”.

Razón suficiente para que muchos afirmen que son católicos, apostólicos y romanos, luego de haber estudiado en el colegio católico y que cumplen como tal asistiendo a misa en Semana Santa, Navidad y a las misas de los difuntos. Esta actitud se resumiría en la antiquísima expresión: A Dios rogando y con el mazo dando, que se emplea con un tono despectivo y lleno de reproche hacia las personas que profesan una fe, pero que luego hacen el mal en su vida diaria.

Ernesto Murillo Estrada es filósofo y periodista.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.