
i te repiten el mismo eslogan varias veces o te han mentido una y otra vez, por supuesto que te pones a la defensiva y no sabes a quién creer y cuándo creer. Así es como los debates pierden valor, aumenta la incertidumbre y nos unimos a la larga lista de los escépticos, aquellos que dudan de todo.
El debate es el arte de la persuasión, para ello, el orador acude a las palabras para convencer a quienes deben apoyarlos. Esta forma de convencimiento existe desde hace miles de años; Sócrates lo utilizó en sus clases de filosofía en la Academia de Atenas.
Las Catilinarias, de Marco Tulio Cicerón, son quizás uno de los primeros ejemplos de cómo se usó la gran retórica en política. No es un debate como tal, sino un recordado discurso de Cicerón (un populista) exponiendo su caso de que Catilina planeaba derrocar a la República Romana.
Nuestros profesores de colegio nos hacían repetir en latín parte de este discurso, para ejercitar la oratoria en público, perder la timidez y darnos el lujo de utilizar un poco de latín. ¿Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? ¿Hasta cuándo Catilina vas a abusar de nuestra paciencia?
Eso era antes. Hoy se impone el cuento del chicle con lágrimas incluidas, la trillada frase: gastadera, robadera o se acabó la fiesta, amén de aceptar la gastronomía del pueblo, aunque las tripas del político le clamen que no se lleve ese producto a la boca; finalmente, bailar sin compás, fingiendo alegría, parece rendir más frutos que lanzar un sólido discurso.
Recuerdo aquel debate presidencial de 1990 entre el intelectual Mario Vargas Llosa y Alberto Fujimori, justo antes del balotaje. Mientras Vargas Llosa acudió al evento como a una discusión intelectual, Fujimori fue dispuesto a ganarse al electorado apelando a los golpes bajos. Fujimori atacó de manera personal a Vargas Llosa recordándole sus frivolidades, catalogándolo como el candidato de los ricos y el favorito de los medios.
El perfil intelectual de Vargas Llosa fue usado en su contra y Fujimori se ubicó en el debate como “el candidato del pueblo”. Los diarios de entonces dieron ganador al literato, pero la percepción generalizada de los televidentes decía otra cosa, que luego se constataría en las urnas.
Tres décadas más tarde, en Bolivia, uno de los candidatos a la vicepresidencia empezó el debate con un golpe bajo la cintura de su contrincante que, ingenuamente, cayó en la treta, mientras los mal llamados moderadores quedaron estupefactos, sordos ciegos y mudos. Lo demás fue festín para el que atacó primero. Los llamados analistas y politólogos dieron como ganador al que insultó más, de manera que los jóvenes entenderán que en un debate gana el más guarango.
Se cuidaron los organizadores de convocar para el segundo debate a comunicadores más aplicados en su tarea, aunque lo suyo fue de simples presentadores de los candidatos. Uno leyó su propuesta sin levantar la cabeza del papel, mientras el otro parecía haber recibido un golpe bajo y se mostró desangelado y sin picardía, aunque esta vez no hubo muchas descalificaciones y varias coincidencias.
Si antes eran los diarios los que daban su veredicto sobre el ganador, hoy, las redes sociales se encargaron de dar el veredicto levantando la mano del vencedor a uno y a otro lado; muchos llamados analistas se quitaron la máscara y descaradamente se alinearon a uno y otro lado, mientras los comunicadores de profesión reclamaban mayor profundidad en las propuestas, porque no se trataba de decir qué, sino cómo sacar al país del tormento y con medidas reales, sabiendo nuestra pobre realidad, con un crecimiento negativo del -2,40% en el primer semestre de 2025.
Las promesas y proyectos simplistas hacen más difícil el proceso de ser persuadido, provocando una resistencia e incluso una acción contraria a la que pretenden los candidatos. El debate bajó a las redes sociales, sin árbitros, sin reglas, con muchos insultos y descalificaciones.
Ernesto Murillo Estrada es filósofo y periodista.
El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.
