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uando escriban la historia de las elecciones 2025, seguramente dirán que fueron complicadas, inciertas, asediadas por incidentes legales; la imprudente debilidad institucional que puso en tela de juicio la preclusión; un Tribunal Constitucional Plurinacional con agencias de servicio en las ciudades, cuyos integrantes complacientes admitieron demandas, iniciadas por personajes surgidos de la ocasión, que hicieron de los litigios preelectorales un motivo para alcanzar visibilidad, y dejar la impresión de que nada tenía el componente esencial de la legitimidad.

Casos como éstos tienen su explicación, porque la cultura política de nuevo cuño es resultado de un mestizaje entre creencias, conocimientos, estilos, valores y hábitos, de larga data, respecto a ideologías con visión y principios diferentes, consecuencia del adoctrinamiento, así como la sucesión de prácticas aprehendidas durante veinte años: son la manifestación de emociones y actitudes provenientes de sociedades distintas, porque el proceso de cambio —tan venido a menos—, ha ocasionado cambios; entre ellos, esa nueva cultura política difundida desde cuando Hugo Chávez divulgó su propia versión de comunismo-socialismo, y la acometida para acabar con del modelo de libre mercado.

Es en este contexto nacional que se implantaron nuevas pautas de relación entre los estratos sociales; y se reafirmó una cultura política diferente, cuyos detalles tienen que ver, por ejemplo, con la habilidad de incitar y percibir interacciones de la emocionalidad que provoca el discurso y la postura políticas —hoy en día apoyados por las redes sociales, que, según se dice, actúan en las campañas políticas como mercenarias, para deshonrar a candidatos. Le llaman campaña sucia, y todos quedan ensuciados—.

¡El país tiene que cambiar!, repiten los candidatos de izquierda —de los oprimidos— y derecha —de los opresores—; excluyen e incluyen prioridades según sean sus (des) propósitos. ¿Cómo compaginar el interés del pueblo y el respaldo a la iniciativa privada?

Esta dualidad es un desafío de sentido profundo para las culturas políticas que pretenden la gobernanza, que no obstante su discurso exaltado no muestran todavía el modelo económico realizable y satisfactorio para aplacar el interés insaciable de las tradicionales y nuevas élites. En eso de rechazar otras culturas, manda el convencionalismo que llama "incultos", a quienes no participan de las suyas. Y en el caso de ideologías, la valoración de ser buena o mala, según la conveniencia de la cultura política aplicada; algo así como una combinación mental forzosamente ensamblada para gobernar y dominar.

Este tiempo de elecciones está mostrando que, si se pretende gobernar, sin sojuzgar, la cultura política del ganador debe considerar que, más allá de un capricho, la oposición —mal que le pese— también tiene cultura, diferente, ¿equivocada?, pero con arraigo popular; necesita concertar. Será una misión complicada, pero indispensable, para que el nuevo gobierno cumpla promesas. y evite atribuir sus fracasos a la oposición. Por otro lado, necesaria como contrapeso del poder.

Mario Malpartida es periodista.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.