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Nosotros pensábamos que la gente quería escuchar, y lo que quería era hablar”, reflexionaba Vicente Verdú, periodista y escritor, quien dirigió hace algunos años el periódico El País de Madrid. Esto implicaría voltear la tortilla, de manera que los padres escuchen a los hijos y frenen sus sermones, los maestros escuchen a sus alumnos, quienes cansados de las clases tediosas dirían sus verdades, y los políticos escucharían a la población, para saber qué demanda, cuáles son sus necesidades más urgentes y que esperan de la clase política.

En las últimas semanas hemos escuchado a los políticos de izquierda y derecha, a los más experimentados y a los más jóvenes, a los sinceros, a los menos sinceros y a los que mienten por oficio. El calendario electoral empieza el 12 de abril, pero los políticos ya se han bajado la bandera y empiezan a correr, en el entendido de que “al que madruga, Dios lo ayuda”, pese a que los prudentes les dirán que “no por mucho madrugar se amanece más temprano.

Seguramente la población coincidirá que el país no atraviesa un buen momento porque se dan al mismo tiempo los dos polos indeseables que, en lenguaje keynesiano son: la inflación y la falta de fuentes de trabajo. La mayoría coincidirá en ello, pero hay matices y muy importantes, de manera que algunos pedirán echar a la basura la Ley 070 para cambiar el rumbo educativo, los mayores pedirán mejorar su renta, los que se dedican al comercio hablarán de los dólares y de decretos menos asfixiantes para poder trabajar y los que viven alejados de los centros urbanos reclamarán carreteras, puentes y transporte que les permita llevar a los abastos sus productos.

En esa mesa de debate ideal hablarían personas comunes, representativas, que se dejen entender y piensen en las necesidades de su comunidad. Frente a ellos deberían estar los políticos y sus asesores, tomando nota, indagando si es preciso, pidiendo aclaraciones. De esta manera, cambiarían su agenda, simplificarían sus proyectos y probablemente echarían a la basura gran parte de sus discursos.

Nada de ello ocurre y es casi seguro que no ocurrirá porque somos ciudadanos de la tercera Revolución industrial. A los nativos digitales de hoy nos cuesta comprender un mundo sin Internet, o una web que funcione como un expositor de textos en pantalla. Ya no concebimos nuestras vidas sin ordenadores ni la posibilidad de pasar tan solo 24 horas desconectados de la red. Miramos las pantallas de nuestros teléfonos móviles un promedio de 150 veces por día, porque es la ventana que nos une al mundo. Su rotura o pérdida puede conducirnos a una fuerte sensación de frustración. Vivimos enganchados a la red, en una práctica que parece ser bastante adictiva, especialmente cuando se hacen algunos usos de ella como las redes sociales y en particular el tiktok. Ahí, detrás de ese telón están los políticos.

En ese mundo nadan los políticos como pez en el agua, aceptan cuantas invitaciones a foros, entrevistas y reuniones para proponer sus planes; lanzan diatribas a sus oponentes e incluso sus propios aliados: La coreografía está a cargo de los presentadores de televisión y los hombres dedicados a las encuestas, a las que curiosamente se les ha otorgado más valor del que deberían tener.

Mi amigo, psicólogo de profesión y sociólogo de vocación de me hacía llegar estas observaciones frente a las encuestas:

1. Falla en la selección de la población específica del estudio. Este tipo de error ocurre cuando el investigador selecciona una población inadecuada.

2. Error de muestreo. Es importante que quienes contesten las encuestas representen con precisión a la población a quien va dirigida el estudio. Cuanto más homogénea sea la población, menor será el error de muestreo.

3. Error de selección, se produce cuando una muestra se selecciona mediante el método de no probabilidad, por lo que podemos caer en que esas personas no representen a la población que necesitamos.

4. Errores de medición, muy común en la investigación, puede ocurrir, por ejemplo, cuando el entrevistador modifica la intención de la pregunta en la redacción, o cuando el entrevistado entiende otra cosa de la que se le está preguntando.

A esto se suma que los problemas políticos son cada vez más complejos. El hombre común (sometido a las múltiples tensiones de la vida moderna) no dispone ni del tiempo ni de la capacidad suficiente para captar el sentido de las luchas sociales, ni tiene alcances para comprender las decisiones estatales. Esta “conciencia de su ignorancia” y la necesidad de eliminarla, hace que conduce al ciudadano moderno a delegar su ejercicio crítico en otro individuo seleccionado por él, de quién aceptará su jerarquización de los problemas sociales y quién “formará” su opinión. El ciudadano se conforma con depositar su confianza en alguien que simplemente “le cae bien, le inspira simpatía” y por el que seguramente votará en agosto.

Así, tenemos frente a la pantalla de televisión o en nuestro celular al vedette, que no es otra persona que el político. La “vedetizacion” es ya cualidad de la política mundial. La televisión rinde al jefe de Estado la oportunidad de “visitar a la gran familia”, de reunirla frente a su imagen, de dialogar con ella sencilla y humanamente, “como un ciudadano más”. Pero su amplio alcance y su consecuente alto costo hacen de la televisión una plataforma exclusiva de las grandes individualidades de la política, nunca del ciudadano común, del hombre que sigue esperando la llegada de alguien que mejore sus actuales condiciones de vida, que espera que lo entrevisten o como dicen mis amigos periodistas “que le tiren los fierros”.

Ernesto Murillo Estrada es filósofo y periodista.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.