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ay noches en el fútbol que se celebran con estruendo, y otras que se recuerdan con un suspiro contenido. La victoria de Bolívar sobre Cienciano en La Paz por la Copa Sudamericana fue, sin duda, una de esas jornadas que se inscriben en los registros con tinta dorada, pero también con algunas gotas de sangre invisible.

El 2-0 fue justo, merecido, incluso elegante. Bolívar se impuso con autoridad, como un monarca que no necesita levantar la voz para que se le escuche. El primer gol, obra de Cauteruccio tras una recuperación de Patricio Rodríguez, fue una sinfonía de presión y precisión. El segundo, un cabezazo de Batallini, tuvo la contundencia de un martillo que golpea sin titubear. Hasta ahí, todo parecía alineado con los astros.

Sin embargo, el fútbol como la vida no se mide solo en goles. Se mide en gestos, en silencios, en las miradas que se cruzan cuando un jugador cae al césped y no se levanta. Y esa fue la otra cara de la noche: las lesiones. Primero fue Sebastián Echeverría, que se retiró con una molestia en la pierna izquierda, como si el músculo le recordara que la gloria también tiene un precio. Luego, Patricio Rodríguez, el arquitecto del primer tanto, se desplomó sin contacto, víctima de una traición interna de su propio cuerpo.

Estas ausencias no son meros datos estadísticos. Son grietas en la estructura emocional del equipo. Porque cuando un jugador cae, no solo se pierde un nombre en la alineación: se pierde una conexión, una idea, una posibilidad. Bolívar, que venía construyendo una narrativa de poder y profundidad, ahora deberá demostrar que su historia no depende de protagonistas individuales, sino de un colectivo capaz de reinventarse.

La noche paceña fue aliada, como siempre, pero no fue la única ventaja. El equipo mostró temple, inteligencia y hambre. Empero, el partido de vuelta en El Cusco será otra historia, escrita en un idioma distinto: el de la resistencia. Cienciano, herido, pero no vencido, buscará revertir el marcador en su propio terreno, donde la atmósfera también pesa y la hinchada ruge con acento andino.

Bolívar tiene la ventaja, sí; pero también tiene una deuda con su propio cuerpo. Las lesiones son recordatorios crueles de que el fútbol no es solo, técnica y estrategia, sino también fragilidad. Y en esa fragilidad, se esconde la verdadera prueba de carácter.

La Academia deberá viajar con más que maletas: con convicción, con alternativas, con la certeza de que la gloria continental no se alcanza solo con talento, sino también con resiliencia; porque en el fútbol, como en la vida, no gana el que menos cae, sino el que mejor se levanta.

Y, como si el destino hubiese decidido poner a prueba la profundidad del plantel celeste, José Sagredo también dejó entrever señales de fatiga muscular durante el segundo tiempo. Aunque logró reincorporarse, su gesto corporal hablaba en un idioma que los médicos conocen bien: el del cuerpo que avisa antes de romperse. Si se confirma su lesión, Bolívar no solo enfrentaría una merma táctica, sino una especie de eclipse emocional, con tres figuras clave tocadas en una misma noche. Echeverría, Rodríguez y Sagredo: una tríada que, más que nombres, representa vértices de equilibrio en el sistema académico. La victoria, entonces, se tiñe de preocupación, como un vino añejo que deja sabor a gloria, pero también a incertidumbre.

Hay jugadores que, pese a su presencia constante en el campo, no logran encender esa chispa que transforma la funcionalidad en magia. Saavedra, con su estilo sobrio y su tránsito por la mitad del terreno, parece más un engranaje que gira sin ruido que un motor que impulsa. Dorny Romero, aunque posee velocidad y potencia, aún no logra traducir esas virtudes en decisiones que desequilibren. Ambos cumplen, sí, pero el fútbol exige algo más que cumplimiento: exige personalidad, desequilibrio, alma. Y en ese sentido, su aporte se siente más como eco que como voz.

En cambio, el impacto de Daniel Cataño ha sido inmediato y profundo. Su llegada no solo reforzó la zona creativa, sino que le dio a Bolívar una brújula emocional: ese jugador que no solo distribuye, sino que interpreta el ritmo del partido como un director de orquesta. Batallini, con su intensidad y capacidad de ruptura y Cauteruccio, con su olfato de gol, casi quirúrgico, completan un trio de refuerzos que no llegaron a adaptarse, sino a transformar. Ellos no se sumaron al equipo: lo reescribieron. Y en esa reescritura, Bolívar encontró una nueva voz, más ambiciosa, más punzante, más capaz.

Es un fenómeno que desconcierta, pero también seduce. Bolívar, en la Copa Sudamericana, parece mutar: se vuelve más intenso, más lúcido, más voraz. En el torneo local, por momentos, se arrastra con parsimonia, como si el calendario fuera una rutina que se cumple por obligación. Pero en el escenario internacional, el equipo se transforma en una criatura distinta, más ambiciosa, más despierta. ¿Por qué? Tal vez porque la Sudamericana no es solo un torneo: es una vitrina, un escaparate donde cada pase puede ser observado por ojos brasileños, argentinos, colombianos, europeos. Es el teatro en cual los jugadores no solo compiten, sino que se exhiben.

La motivación, entonces, no es solo deportiva: es existencial. En la División Profesional, el rival es conocido, el entorno es familiar, y el margen de error es más indulgente. Pero en la Sudamericana, cada partido es una oportunidad de trascender, de dejar de ser un nombre en una planilla para convertirse en una posibilidad de exportación. El jugador se sabe observado, y eso lo eleva. El equipo se sabe juzgado por estándares más altos, y eso lo obliga a reinventarse. Bolívar juega mejor porque, en el fondo, sabe que en cada cruce internacional hay algo más que puntos en juego: hay reputación, hay futuro, hay historia.

En Cusco, el margen de error se reduce a la mínima expresión, y Bolívar lo sabe. La jugada que desperdició Cauteruccio, solo frente al arco y con el gol servido como un brindis que nunca se concretó, debe quedar archivada como advertencia. En tierras ajenas, donde el aire pesa distinto y la presión se multiplica, no hay espacio para la indulgencia frente al arco. La precisión no es un lujo, es una necesidad vital. Porque en el fútbol, como en la vida, las oportunidades no siempre se repiten, y a veces el destino premia al que no duda.

Bolívar deberá jugar con el corazón encendido, pero la mente afilada, sabiendo que cada ocasión puede ser la última, y que la diferencia entre avanzar y lamentarse puede caber en un disparo certero.

Gonzalo Gorritti Robles es periodista deportivo.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.