Imagen del autor
E

n estos 200 años de Bolivia, escribo esta reflexión personal porque siento que escribir es el descargo reflexivo del alma. No es solo una necesidad intelectual, sino una forma de resistir desde la palabra. Hoy, mientras el país atraviesa una crisis que se siente en cada esquina, usted, amable lector, probablemente está haciendo fila para cargar gasolina, buscando cómo estirar el presupuesto del mercado, intentando que su familia no sienta el colapso económico que se cuela en cada recibo, cada gasto, cada día. Esta no es una queja, es una constatación. Porque escribir también es una forma de acompañar, de decirle que no está solo, que esta Bolivia que cumple 200 años merece mucho más que sobrevivir: merece vivir con dignidad.

Bolivia cumple dos siglos de vida republicana, un hito que invita no solo a la celebración, también a la reflexión serena y profunda. En estos 200 años, el país ha atravesado transformaciones políticas, sociales y culturales que han moldeado su identidad. Sin embargo, el aniversario también revela una paradoja: festejamos con entusiasmo lo que aún no hemos alcanzado. La efervescencia patriótica convive con una conciencia colectiva de que los pilares fundamentales del desarrollo —salud, educación y gobernanza— siguen siendo tareas inconclusas.

Celebrar los 200 años de Bolivia no implica ignorar sus carencias, sino reconocerlas con madurez. Es tiempo de dejar atrás el conformismo y la polarización, y apostar por una visión de país que trascienda intereses inmediatos. El verdadero homenaje a la patria no está en los discursos políticos, en los desfiles ni en las banderas, sino en la construcción de un Estado que funcione, una sociedad que eduque y un sistema de salud que proteja. Bolivia merece más que promesas: merece resultados.

En el marco del Bicentenario, si hay alguien que merece una ovación, es el pueblo boliviano. No por lo que ha recibido, sino por lo que ha soportado. En estos 200 años, la ciudadanía ha aprendido a convivir con un sistema de salud ridículo que, lejos de proteger, exige sacrificios cotidianos. La imagen de cientos de personas haciendo fila durante la noche para obtener una ficha de atención médica al amanecer no es una excepción: es una rutina que se ha normalizado. Y lo más grave no es la enfermedad que cada paciente carga, sino la indiferencia estructural que los rodea.

La precariedad del sistema no se limita a la infraestructura o al equipamiento. Es una expresión de un Estado que ha sido incapaz de garantizar lo más elemental: el derecho a vivir con dignidad. La corrupción, el clientelismo y la gestión ineficiente han convertido la salud pública en una carrera de obstáculos. Autoridades funcionales, más preocupadas por complacer a sus superiores o asegurar beneficios personales, han dejado de lado el compromiso con el bien común. El resultado es un sistema que exige paciencia, suerte y resistencia, cuando debería ofrecer atención, cuidado y soluciones.

En este contexto, el pueblo boliviano ha demostrado una resiliencia que merece ser reconocida. No se trata de romanticismo ni de resignación, sino de una capacidad de adaptación que ha permitido sobrevivir a pesar del abandono institucional. Familias que se organizan para cuidar a sus enfermos, comunidades que se movilizan para conseguir medicamentos, ciudadanos que se convierten en gestores de su propia salud ante la ausencia del Estado. Esa fuerza silenciosa, que no aparece en los informes oficiales, es el verdadero motor del país.

La celebración de los 200 años no debe ocultar esta realidad, sino iluminarla. Es tiempo de que el Estado boliviano deje de ser un espectador de la enfermedad y se convierta en garante de la salud. No basta con discursos ni con promesas: se necesita una reforma profunda, sostenida y valiente. Y, sobre todo, se necesita reconocer que el pueblo boliviano no solo vive dos centurias, sino que viene resistiendo 200 años. Y eso, más que cualquier manifestación política de derecha o izquierda, merece respeto.

El peor castigo que puede sufrir un país no es la pobreza, sino la ignorancia. La falta de conocimiento, de pensamiento crítico, de acceso a una educación que forme ciudadanos libres y conscientes, perpetúa todos los demás males: la corrupción, el autoritarismo, el prebendalismo y la desigualdad. Por eso, más que invertir en infraestructura o repetir discursos sobre inclusión, Bolivia necesita motivar la educación como un proyecto nacional. No basta con enseñar a leer y escribir: hay que enseñar a pensar, a cuestionar, a construir. La educación debe dejar de ser una obligación burocrática y convertirse en una pasión colectiva. Solo así se podrá romper el ciclo de la dependencia y abrir el camino hacia una ciudadanía verdaderamente soberana.

Por eso, en esta oportunidad no escribo sobre deportes y le pido disculpas a Usted. No porque no los valore, sino porque en 200 años hay temas que, por su urgencia y profundidad, merecen estar en primer plano. Si nos falta en lo más básico —combustible, alimentos, estabilidad—, ¿cómo no nos va a faltar en lo demás? La brecha con nuestros vecinos se agranda cada día, y el fútbol es apenas un espejo: imagínese lo que ocurre en otras disciplinas.

Pero, aun así, aquí estamos. Aguantando. Resistiendo. Reinventándonos. Felicidades, bolivianos, por estos 200 años de coraje, de historia, de lucha. Que este aniversario no sea solo una fecha, sino un llamado a construir el país que merecemos.

¡Que viva Bolivia!

Gonzalo Gorritti Robles es periodista deportivo.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.