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n discurso político profundo no solo transmite ideas, sino que define como se ordena una sociedad. No es un accesorio de la política, es su arquitectura simbólica, el esqueleto sobre el que se sostienen las relaciones de poder y las estructuras de dominación.

Como afirmaba Michel Foucault: "El discurso no es simplemente lo que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual, se lucha, aquello por lo que se combate." Es decir, el discurso no es un reflejo del poder, sino el arma con la que se construye, se disputa y se defiende. En política, el que controla el discurso, controla el poder.

Quien desnudó con precisión las relaciones de poder en Bolivia fue René Zavaleta Mercado con la paradoja señorial: una minoría aristocrática que somete al mundo popular y, al hacerlo, genera las condiciones de su propia contradicción. Sobre esta tensión se han edificado —y también se explican— los discursos y proyectos políticos más potentes de nuestra historia: la Revolución Nacional y el Estado Plurinacional.

Zavaleta distinguía dos momentos en la política. Los burdos, que administran lo dado sin capacidad de reordenar el tablero, y los épicos, aquellos momentos disruptivos que no solo desafían el statu quo, sino que reconfiguran el orden social, las instituciones y las relaciones de poder. Es en estos momentos épicos donde el discurso deja de ser un simple recurso y se convierte en el motor de la historia.

En la nueva política digital, el discurso no son solo palabras: es imagen, emoción e interacción con una audiencia que exige autenticidad y coherencia. El mundo online no perdona la pose. Un candidato no puede limitarse a "decir" un discurso, debe serlo. No es casualidad que los líderes más efectivos hoy no sean los más elocuentes, sino los que hacen más de lo que dicen, aquellos cuyos discursos son sus acciones y cuya narrativa se ha vuelto incuestionable. Como diría Zavaleta, el "momento constitutivo" de un proyecto político real no ocurre en Facebook, sino cuando logra ordenar la sociedad en torno a una idea poderosa.

Las emociones son claves. La economía será un eje en las elecciones de 2025 en Bolivia, porque juega con el miedo y la incertidumbre familiar. Pero el miedo, sin relato, es solo ansiedad. Lo que realmente moviliza es un discurso que ordene las expectativas de las mayorías. Más aún en un país abigarrado, de raíces populares, donde la historia ha demostrado que el resentimiento bien canalizado es una de las fuerzas políticas más poderosas.

Hasta ahora, casi nadie fuera del arco masista parece tener la claridad —con 70 días para la campaña— de construir una narrativa que conecte con las mayorías, reconozca la inclusión social del último momento épico y la proyecte sin reducirla a un eslogan. Estamos ante un momento burdo: se administra lo dado, se improvisa sin reordenar el fondo. La economía puede servir para ganar, pero es insuficiente para gobernar.

Varios candidatos “vuelven” a la escena electoral sin comprender la profundidad del orden social que el MAS consolidó. Creen que política es una empresa donde la identidad, historia y emociones se compran como jingles de campaña. Pero la política real no es un anuncio pagado, es un relato que debe sostenerse con coherencia. Derrotar al MAS no es solo ganarle en votos, sino en narrativa y símbolos: no se trata de negarlo, sino de superarlo con un nuevo horizonte de lo posible.

Las victorias de Trump, Milei y Sheinbaum son clases magistrales de cómo reconstruir el poder en tiempos digitales. No triunfaron por eslóganes bonitos, sino por discursos que reordenaron lo posible. En Bolivia, ese vacío sigue abierto, esperando a quien entienda que la política no se construye con artificios, sino con una narrativa auténtica capaz de recoger las aspiraciones de las mayorías y proyectarlas en una nueva dirección.

Waldemar Peralta Méndez es abogado y político.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.