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el colosal escritor que ha sido Joseph Roth, disponemos, en idioma castellano, una significativa parte de su obra. Se ha anunciado una próxima edición de relatos suyos inéditos en nuestro idioma, y también de algunas cartas dirigidas a sus amigos escritores. Quizá la amistad más cercana fue la que mantuvo con Stefan Zweig, un escritor austríaco de trascendental apogeo literario, entre 1920 y 1930. Otro articulista se ha referido al conjunto de sus escritos llamándole: “La leyenda del santo narrador”.

Joseph Roth, que nació en Brody, Ucrania, entonces perteneciente al imperio Austrohúngaro, era de origen judío, y quizá el distanciamiento implícito que eso conllevaba respecto del fervor patriótico le hizo afirmar que sus artículos de prensa “dibujaban el rostro su época”. Eso se podía decir de la totalidad de su obra. Porque todas sus novelas y relatos son el dibujo del rostro de la época en la que vivió.

Su novela más conocida: “La Marcha Radetzsky”, es un fresco vívido, singular, palpitante de los últimos años del esplendor imperial, de un poder que se extendía sobre una buena parte de Europa, el Imperio Austrohúngaro, que se erguía omnímodo sobre poblaciones enteras que durante generaciones enteras no habían conocido otra autoridad. Por esa magnifica novela, ambientada en una provincia del imperio, se suceden escenas de delicado pero intenso erotismo, basta pensar en la seducción del nieto del llamado “Héroe de la batalla de Solferino”, por parte de Frau Slama, la mujer del jefe de la guardia, así como vivas, nítidas descripciones de la majestuosidad que presentaba hacia el exterior el poder imperial, resumido en los destellos dorados de las insignias del Kaiser, en el relumbre de los sables oscilantes de los jinetes de la caballería, en la devota veneración de la gente humilde hacia el monarca, y, también, en el barro y en los excrementos de los caballos adheridos a las relucientes botas de los orgullosos militares que los montaban, que con una jovial ironía también acentúa Roth en las páginas de la novela.

“Los Trotta eran de un linaje joven”, empieza con esas palabras el libro. Y prosigue: “su antepasado había recibido el título de noble después de la batalla de Solferino. Era esloveno. Sipolje, el nombre del pueblo del que procedía sería su título nobiliario. El destino lo había elegido para un hecho especial. Pero él se cuidó de que los tiempos posteriores olvidaran su memoria”.

La Marcha Radeztky es la historia de tres generaciones. La del abuelo, que, en la batalla de Solferino, por una coincidencia fortuita, al tropezar en el suelo empuja involuntariamente al Kaiser, que estaba en el punto de mira de un tirador enemigo, y de esa forma evita que el proyectil le alcance, aunque él resulta herido, pero no de gravedad. Siempre estaría a disgusto con el apelativo de “Héroe de Solferino”. También es la historia de su hijo, un hombre sin muchas ambiciones, nombrado Capitán de Distrito, en una provincia periférica, y es, finalmente, la historia del nieto, Carl Joseph, de quien desean que forme parte de la caballería imperial, de los afamados ulanos, pero que en el fondo de su ser sólo aspira a volver al terruño de su abuelo, a labrar la tierra.

La Marcha Radetzky es recreada cada año en la emotiva obra musical de Johan Strauss como particular homenaje a la caballería imperial, es la pieza final que se ejecuta desde hace unas cuantas décadas en el concierto tradicional de año nuevo, en el suntuoso teatro de la Musikverein, en Viena. Con ocasión de este concierto de año nuevo, en el que, el público asistente ha debido reservar su entrada desde muchos meses atrás, se ejecutan afamadas composiciones de Johan Strauss padre y de Johan Strauss hijo, como El Danubio azul, El murciélago, entre tantas otras. Al final del concierto, que es dirigido cada año por un director diferente, elegido entre los más famosos, se ejecuta la briosa, entusiasta y llena de alegres compases que es La Marcha Radetzky.

En cuanto empieza el redoble de los tambores, a los que siguen los en enérgicos acordes de los pífanos, con lo que se inicia toda la fanfarria de la orquesta, los asistentes aplauden siguiendo el compás de la música, sin levantarse de sus asientos, manifestándose una algarabía general.

En 1929 conoció a Andrea Manga Bell, en Alemania, era editora de una revista, con quien mantuvo una relación. Siendo un descendiente judío liberal, Roth abandonó ese país cuando Adolf Hitler se convirtió en canciller del Reich en 1933 prediciendo el holocausto.

Andrea Manga Bell lo acompañó con sus hijos los siguientes seis años en París. Su relación fracasó debido a problemas económicos y a los celos de Roth.

En sus últimos años de vida, se dedicó a vagar tras sufrir de alcoholismo crónico, pero sin dejar su talento de escritor. Es así que otro de los más conocidos relatos de Joseph Roth se llama: “La leyenda del santo bebedor”. En ella, un clochard, un vagabundo, de nombre Andreas Kartak, que vive como otros iguales que él debajo de uno de los puentes del rio Sena, en París, recibe de parte de un desconocido que viste con elegancia, un préstamo. No los diez francos que el vagabundo le había solicitado, sino doscientos francos, para su sorpresa.

La condición es que deberá devolverlos cuando pueda a la estatua de Santa Teresa de Lisieux, que se encuentra en la capilla de Santa María de Batignolles, depositándolos en manos del sacerdote que celebrará la misa en ese momento. El vagabundo sube la escalera que lleva desde la orilla del rio hasta el muelle, en el que encuentra un restaurante, en el que entra y come y bebe magníficamente. Después se retira llevando una botella para pasar la noche debajo del puente, como estaba acostumbrado. Extrae un periódico de una papelera. No para leerlo, sino para cubrirse con él, porque los periódicos mantienen el calor. Eso lo saben todos los que tienen que dormir al raso, dice Joseph Roth. Después le sucederán muchas cosas, hasta que finalmente, después de muchos incidentes, sacará el dinero de uno de sus bolsillos y lo dejará delante de la Santa Teresa de Lisieux, exhalando su último suspiro, para morir después.

“¡Quiera Dios darnos a todos los bebedores una muerte así de suave y hermosa!”, son las palabras finales.

Mi testamento, le llamó Joseph Roth a esa historia.

José Luis Toro Terán es periodista y abogado.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.