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os quieren convencer de que lo que ven nuestros ojos en las imágenes del VAR no es lo que vemos, sino lo que ellos —los árbitros— deciden interpretar. Es como aquel cónyuge sorprendido en flagrante traición que, pese a la evidencia irrefutable, responde con el cinismo: “no es lo que piensas”. Así, la realidad se distorsiona y la verdad se somete a una narrativa oficial que pretende imponerse sobre la percepción colectiva.

El episodio del pasado domingo en El Alto, durante el duelo entre Always Ready y Bolívar, constituye un ejemplo paradigmático de esta manipulación perceptiva. El árbitro Dilio Rodríguez, asistido por el VAR, anuló el gol de Robson, quien había definido tras un pase con el hombro de Martín Cauteruccio. Las imágenes televisivas mostraron con claridad meridiana que el balón impactó en el hombro del delantero, sin mediar infracción alguna. Sin embargo, la revisión tecnológica concluyó en la invalidación del tanto, desatando una tormenta de indignación que aún no se disipa.

No se trata de condenar indiscriminadamente a todo el cuerpo arbitral boliviano, pero sí de señalar que algunos jueces se han convertido en instrumentos de la duda sempiterna al juego limpio. Jornada tras jornada, se ratifica la percepción de que ciertos arbitrajes operan como engranajes de una maquinaria diseñada para favorecer dichas dudas.

La reacción institucional de Bolívar fue inmediata: recusó a Rodríguez y a su terna, solicitando además los audios del VAR para esclarecer lo ocurrido. Lejos de disipar la polémica, la liberación de imágenes y registros sonoros ha reforzado la convicción de que la decisión fue errática y vergonzosa. La contradicción entre lo que la tecnología exhibe y lo que la autoridad sanciona, erosiona la confianza en el arbitraje, transformando lo que debía ser un instrumento de transparencia en un mecanismo que invita a la sospecha.

En definitiva, lo acontecido en El Alto no es un hecho aislado, sino un síntoma de una enfermedad más profunda: la falta de profesionalismo en el referato como herramienta de justificación. El fútbol, que debería ser un escenario de noble competencia, se ve mancillado por decisiones que evocan más —aparentemente— la servidumbre que la justicia. Mientras algunos defienden lo indefendible, la mayoría observa con claridad que lo sucedido fue una afrenta al juego limpio. Y así, la vergüenza se ratifica, recordándonos que el arbitraje boliviano necesita una reforma urgente para recuperar la credibilidad perdida.

Desde el lunes, las repercusiones del polémico arbitraje en El Alto han trascendido las fronteras nacionales y se han nutrido de voces autorizadas, tanto de ex árbitros FIFA bolivianos como de referentes internacionales. La mayoría de ellos ha coincidido en señalar que la equivocación no radica en la percepción inicial del juez principal, sino en la confusión generada por quienes operan el VAR. En primera instancia, Dilio Rodríguez convalidó el gol de Robson, lo que correspondía a la justicia deportiva; sin embargo, la intervención de la cabina tecnológica lo llevó a modificar su decisión, transformando lo correcto en un error que hoy se exhibe como un bochorno.

El señalamiento recurrente de estos especialistas es que el VAR, lejos de cumplir su función de esclarecer, se ha convertido en un instrumento de distorsión. Los audios liberados muestran cómo los encargados del sistema inducen al árbitro a cambiar su criterio, justificando lo injustificable con argumentos que rozan lo absurdo. Se llega a escuchar la frase “la manga de la camiseta es larga”. Esa manipulación no solo expone a Rodríguez ante la opinión pública como responsable de un fallo grosero, sino que también desnuda la fragilidad de un mecanismo que debería ser sinónimo de transparencia y rigor.

La indignación de la afición, que se siente subestimada en su inteligencia, se alimenta de esta paradoja: se pretende convencer al público con declaraciones sesgadas de ex árbitros internacionales de que lo que vio, con sus propios ojos, no es lo que realmente ocurrió. La narrativa oficial choca frontalmente con la evidencia audiovisual, generando un clima de desconfianza que trasciende lo deportivo y se instala en el terreno de lo ético. Así, la polémica no solo se mantiene viva, sino que se amplifica con cada análisis de expertos que ratifica la injusticia cometida y la vergüenza que ello representa para el arbitraje boliviano.

El fútbol nacional atraviesa una encrucijada que va más allá de lo meramente deportivo: se trata de la credibilidad de sus instituciones y de la confianza de una afición que exige respeto a su inteligencia. Cuando las decisiones arbitrales contradicen la evidencia y se justifican con argumentos endebles, no solo se vulnera la justicia en el campo de juego, sino que se erosiona el vínculo emocional que une al hincha con el espectáculo. La pelota deja de ser símbolo de noble competencia para convertirse en rehén de intereses que desvirtúan su esencia.

La reflexión que queda es clara: sin transparencia, rigor y sin valentía para reconocer errores, el arbitraje se convierte en un obstáculo para el crecimiento del fútbol nacional. La indignación de la hinchada es un recordatorio de que la pasión no puede ser manipulada ni sometida a relatos oficiales que contradicen lo evidente. Solo una reforma profunda, que devuelva dignidad y autonomía a los jueces, permitirá que el deporte recupere su condición de espacio de justicia y verdad, donde lo que se ve, efectivamente, sea lo que ocurrió.

Gonzalo Gorritti Robles es periodista deportivo.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.