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rancisco Xabier Azkargorta Uriarte, el mítico “Bigotón” que condujo a Bolivia a su más alto cenit futbolístico, ha fallecido a los 72 años, este 14 de noviembre de 2025, tras una prolongada batalla contra afecciones cardíacas.

En la inasible urdimbre del tiempo, donde los nombres se disuelven como tinta en agua, hay algunos que se resisten a la erosión del olvido. Xabier Azkargorta, taumaturgo del balompié y arquitecto de epopeyas improbables, ha cruzado el umbral de lo eterno. Su tránsito no es una desaparición, sino una transfiguración: de carne a símbolo, de entrenador a mito.

En la Bolivia de la memoria, su silueta de bigote quijotesco y verbo encendido se alza como un faro en la bruma de las décadas.

Aquel vasco de Ezpeitia, que arribó a los Andes con la mirada de quien intuye que el destino se escribe con osadía, no solo dirigió una selección: la redimió. En 1993, cuando la lógica dictaba resignación, él conjuró la utopía. Clasificar a Bolivia al Mundial de Estados Unidos 1994 fue más que una gesta deportiva; fue un acto de alquimia emocional que transmutó la desesperanza en júbilo colectivo. En un país acostumbrado a la postergación, Azkargorta sembró la certeza de que lo imposible es apenas lo no intentado con fe.

Su legado, sin embargo, no se agota en la estadística ni en la efeméride. Fue un pedagogo del espíritu, un demiurgo que comprendía que el fútbol es un espejo de la polis. Rechazó ministerios y prebendas, no por desdén sino por coherencia: su vocación era el campo, no el estrado. Con Bolívar, rozó la gloria continental en 2014, y en cada paso dejó una impronta de ética, inteligencia y pasión. Su verbo, siempre afilado, era un bisturí que diseccionaba la mediocridad con elegancia.

Hoy, Bolivia no solo llora a un entrenador; llora a un intérprete de su alma. Porque Azkargorta no solo entendió el juego: entendió al boliviano. Supo leer sus anhelos, sus miedos, su hambre de dignidad. Y les ofreció, no promesas, sino hazañas. Su muerte, aunque biológicamente irrefutable, es ontológicamente discutible. Porque hay hombres que no mueren: se diseminan en la conciencia de un pueblo y se vuelven verbo, himno, bandera.

Que la tierra le sea leve, maestro. Que el viento le susurre en euskera y en quechua, y que los dioses del fútbol le reciban con la ovación que merece quien osó soñar por todos. Bolivia, en su orfandad, le agradece. Porque usted, Xabier, no solo nos llevó al Mundial: nos llevó a creer.

En la gramática existencial de Azkargorta, el tiempo no era una línea, sino un punto incandescente: “aquí y ahora”, repetía con la convicción de un profeta. No había espacio para la nostalgia paralizante ni para la promesa vacía del porvenir. El presente era su altar, el instante su divinidad. En cada entrenamiento, en cada charla técnica, en cada mirada al horizonte de los Andes, sembraba la urgencia de la entrega total, como si el universo entero dependiera de ese pase, de ese quite, de ese gol. Porque para él, el fútbol no era un juego: era una forma de estar en el mundo con intensidad y propósito.

Y cuando el vestuario se llenaba de silencios densos tras la derrota, él no ofrecía consuelo barato ni excusas de ocasión. “Más vale perder un partido 6 a 0, que seis partidos 1 a 0”, decía, desafiando la lógica resultadista con una filosofía de riesgo y grandeza. Prefería el naufragio épico al conformismo mezquino. En su cosmovisión, el error era un peldaño, no una lápida. Así enseñó a generaciones de futbolistas bolivianos que la dignidad no se mide en goles, sino en la osadía de intentarlo todo, incluso cuando el mundo entero apuesta por tu fracaso.

“No estamos todos los que somos, ni somos todos los que estamos”, advertía con mirada de oráculo, cuando intuía que el grupo necesitaba más que piernas: necesitaba alma. Era un alquimista de la cohesión, un escultor de equipos que no se conformaban con ser once, sino que aspiraban a ser uno. Su liderazgo no era de gritos ni de imposiciones, sino de palabras que calaban como lluvia fina en la conciencia. Sabía que el fútbol, como la vida, se juega también en los intersticios del lenguaje, en los silencios compartidos, en la complicidad de una mirada antes del pitazo inicial.

Y por, sobre todo, Azkargorta fue un apóstol de la responsabilidad radical. “Sin excusas”, sentenciaba, como quien traza una frontera entre la madurez y la evasión. No culpaba al árbitro, al clima, al césped ni al azar. En su ética, cada quien era dueño de su destino, incluso cuando el viento soplaba en contra. Esa lección, tan simple y tan honda, caló en el alma de un país que aprendió con él que la dignidad no se mendiga: se construye, se defiende, se honra. Hoy que su voz se ha apagado, resuena más fuerte que nunca. Porque hay hombres que, al partir, no se van: se siembran.

En el vasto palimpsesto de la historia boliviana, donde los nombres suelen desvanecerse entre promesas rotas y gestas inconclusas, el de Xabier Azkargorta permanece como una rúbrica indeleble. “El Vasco”, como lo bautizó el cariño popular, no fue un extranjero que pasó: fue un boliviano por elección, por afecto, por destino. Su adaptación a la sociedad boliviana no fue mimética ni superficial; fue una inmersión profunda, casi mística, en el alma de un país que lo acogió como a un hijo pródigo.

Aprendió sus códigos, sus silencios, sus heridas, y desde allí construyó un vínculo que trascendió el fútbol. Bolivia, que tantas veces ha sido tierra de exilios y olvidos, encontró en Azkargorta un espejo donde mirarse con dignidad. Y él, con su verbo de filósofo y su corazón de estratega, devolvió al país no solo una clasificación mundialista, sino una narrativa de autoestima colectiva. Ningún otro rincón del planeta lo amó con tanta devoción, porque ningún otro hombre entendió tan cabalmente lo que significa ser boliviano sin haber nacido en Bolivia.

Azkargorta no se ha ido: ha cambiado de estadio. Ya no dirige desde la banca, sino desde la memoria colectiva, donde su voz sigue resonando como un eco de dignidad y coraje. En cada niño que patea un balón con sueños de grandeza, en cada hincha que cree contra toda lógica, vive el espíritu del “Bigotón”. Porque hay hombres que no mueren: se convierten en principios.

“Descansa en paz profe Xabier”

Gonzalo Gorritti Robles es periodista deportivo.