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or décadas, la industria cinematográfica estadounidense ha sido un referente global, siempre ha dejado claro que es poderosa e innovadora. Pero en 2025, enfrenta un desafío inesperado, no en forma de crisis creativa, sino de política económica. El anuncio del presidente Donald Trump de imponer un arancel del 100% a películas filmadas fuera de Estados Unidos no solamente pone en jaque la estructura de producción de Hollywood, sino que también amenaza con desequilibrar mercados clave de los últimos años como Canadá y, curiosamente, podría abrir oportunidades insospechadas para industrias más pequeñas como la del cine boliviano.

Trump justifica su propuesta bajo el eslogan de “Making Hollywood Great Again”, alegando que Estados Unidos ha perdido control de su industria cultural por depender de locaciones extranjeras. Los números no mienten, se estima que más del 40% de las series y películas estadounidenses se filman fuera del país, muchas de ellas en Canadá.

Pero lo que Trump omite es el por qué filmar en ciudades como Toronto, Vancouver o Montreal permite ahorrar millones de dólares gracias a incentivos fiscales, costos laborales más bajos, infraestructura moderna y paisajes versátiles que concuerdan con el estilo americano. Estas ciudades han servido de escenario para Nueva York, Chicago o incluso mundos distópicos como en The Handmaid’s Tale que fue filmada enteramente en Ontario.

Imponer un arancel a este modelo de producción no solo sería un golpe a las grandes productoras; también repercutirá en el bolsillo del espectador. El aumento en costos podría frenar la producción de series de bajo y mediano presupuesto, forzando una reducción de contenidos o su encarecimiento en plataformas de streaming.

Canadá ha sido uno de los grandes beneficiarios del cine estadounidense en las últimas décadas. Según datos del ICEX y de Swissinfo.ch, la industria audiovisual canadiense genera miles de empleos anualmente, no solo para técnicos y actores, sino también para sectores indirectos como hotelería, transporte y catering, convirtiéndose en un ingreso seguro.

La ciudad de Toronto, por ejemplo, se ha posicionado como uno de los principales centros de producción audiovisual del mundo, superando incluso a Los Ángeles en volumen de rodajes durante ciertos años. Productoras como Lionsgate y Netflix han invertido millones en estudios locales.

Por otro lado, con la amenaza de aranceles, la Asociación Canadiense de Productores ha levantado la voz rápidamente. Se prevén graves repercusiones económicas y una disminución drástica en las inversiones estadounidenses, lo que golpearía no solo a Canadá sino también a empresas y trabajadores estadounidenses que dependen de esas colaboraciones.

En plataformas como Reddit, usuarios canadienses ya preguntan si su país podría sostener una industria robusta sin la “gasolina” de las producciones de EEUU. Por supuesto la incertidumbre reina en este momento.

En contraste con los gigantes norteamericanos, el cine boliviano sigue luchando por consolidarse en un mercado global cada vez más competitivo. Las dificultades son bien conocidas, como ser falta de financiamiento estatal, escasez de salas de exhibición, débil distribución internacional y, en muchos casos, la ausencia de formación técnica especializada.

Sin embargo, esa misma precariedad puede transformarse en virtud. En un contexto donde las grandes producciones enfrentan trabas logísticas y económicas, el cine independiente y regional puede encontrar un nicho sediento de historias auténticas y originales. Películas como Utama (2022) o El ladrón de perros (2024), que han logrado repercusión internacional y varios galardones, demuestran que existe un público global interesado en narrativas bolivianas.

Según estudios recogidos por El Deber e Ipsos Cies Mori, el público boliviano también está dispuesto a consumir más cine nacional, siempre que se garantice calidad narrativa y técnica. Esto representa un llamado a fortalecer la industria local, no sólo como un reflejo cultural, sino como una inversión estratégica de país.

La propuesta de Trump es una muestra de cómo el cine ha dejado de ser sólo arte o entretenimiento, es geopolítica, es economía, es identidad nacional.

El proteccionismo cultural puede parecer una solución netamente patriótica, pero en la práctica, amenaza con empobrecer el ecosistema creativo, cerrar mercados y romper alianzas que han sido beneficiosas para todos. A su vez, el reordenamiento forzoso del mapa audiovisual puede generar nuevas oportunidades para industrias pequeñas y medianas que, si saben adaptarse, podrían encontrar un lugar en el gran escenario global, es decir es nuestra oportunidad de brillar.

Lo que está en juego no es sólo dónde se filman las películas, sino quién cuenta las historias que todos admiramos.

Claudia Prado Aguirre es periodista.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad de la autora y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.