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V

ivimos en una sociedad atrapada. Si no hay gasolina, la salida es bloquear las calles, dizque en miles de esquinas, para agravar todavía más los problemas. Sometidos a la tiranía de los sindicatos y movimientos sociales que, desde hace tiempo, actúan en la más absoluta impunidad, los bolivianos miran hacia otra parte o murmuran imprecaciones solo para dejar salir la rabia e impotencia acumuladas.

Hay que aguantar de todo. Las colas para cargar gasolina se han convertido en parte del desagradable paisaje urbano y, a fuerza de costumbre, los conductores le sacan algo de provecho al tiempo perdido agotando también las baterías de sus celulares y, a veces, terminando alguna lectura o tarea digital pendiente. Y es que no se puede hacer otra cosa, salvo resignarse, como tantas otras veces, a que la vida ya no es la misma que hace pocos años.

Desde hace años que los choferes deciden la suerte del transporte en las ciudades. En algunos casos incluso se oponen a que existan servicios que pueden hacer más fácil el día a día de los ciudadanos y, por si eso fuera poco, les hacen caso. Los gobiernos, locales, departamentales y el nacional, unos más que otros, son dóciles a la presión. Así, los pocos se imponen siempre a los muchos y el termómetro de la ansiedad colectiva golpea los límites.

En algunas regiones, todos los años, la gente debe cubrirse la cara para evitar el daño del humo de los incendios forestales. Algunos, unos cuantos, gozan de la libertad de prender fuego en los bosques, de acabar con millones de hectáreas de recursos forestales y con la vida de decenas de especies de fauna. Los pocos una vez más atentan contra la vida y la salud de los muchos.

Son pocos también, acaso uno solo, el que decide si se enjuicia o no a los acusados de estupro. No es un tema que dependa propiamente de la justicia, sino de los juegos miserables del poder. La aplicación de la ley se negocia. Está sujeta a quién reúne la fuerza para cumplirla o eludirla. Los muchos van por la vereda de las cortes y acatan fallos a veces injustos o condicionados por otros poderes, los pocos se ríen desde sus guaridas.

Los pocos son dueños de las mentiras y las medias verdades. Los muchos deben tragarse el cuento de que todo está bien, que la economía está blindada, que el problema de la escasez de dólares es algo pasajero, que falta muy poco para que Bolivia se convierta en una formidable potencia del litio y que los precios de los productos en los mercados son una invención de consumidores nerviosos.

En crisis, la verdad es peligrosa y las apariencias son lo que importa, aunque a fin de cuentas todo sea una suerte de pesadilla, una trampa de pocos que desde hace ya un buen tiempo tiene sujetos a una silenciosa mayoría de muchos.

¿Hasta cuándo?

Hernán Terrazas Ergueta es periodista.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.