l pasado viernes, en una acción planificada y advertida con anterioridad, grupos irregulares armados invadieron tres cuarteles de la Novena División de Ejército acantonada en el Chapare, reduciendo a los oficiales y a la tropa, tomando como rehenes a más de 200 efectivos y apoderándose de la totalidad de su armamento, municiones, vehículos y equipamiento. La toma, realizada sin resistencia, fue transmitida a través redes sociales por los mismos perpetradores que se identificaban abiertamente, y fue respondida recién ocho horas después, por un tibio comunicado del Comando en Jefe, que les instaba a “deponer esas actitudes” y aclaraba que los soldados bajo bandera, eran “hijos del pueblo”.
La noticia dio vuelta al mundo y, además de evidenciar la gravedad de la crisis social que afecta a nuestro país, mostró la completa inermidad de nuestras Fuerzas Armadas frente a la acción belicosa de los grupos fanatizados que, bajo cualquier argumento, se arrogan la potestad de asaltar la propiedad del Estado, tomar rehenes o asumir el control de armamento militar, sin ningún miramiento ni temor a las sanciones.
No fue el único caso. Días antes, un grupo de individuos que bloqueaban la carretera Santa Cruz Cochabamba, a la altura de Mairana, enfrentaron y redujeron a las fuerzas del orden que intentaban despejar la ruta, tomando como rehenes a 14 personas entre policías y periodistas. Como ocurrió en el Chapare, los violentos manifestantes grabaron y difundieron imágenes de sus prisioneros, sometidos a vejámenes, insultos y golpes, y se mostraron desafiantes en las cámaras. Unos días después, se logró la liberación de los rehenes, a cambio de la entrega de igual número de detenidos por la policía, cual si se tratase de los intercambios que ocurren en periodo de guerra.
En 21 días de bloqueo, 91 policías fueron heridos, algunos de ellos de gravedad, debido a la belicosidad y al uso de dinamita por parte de los movilizados; los uniformados no pudieron reaccionar en proporcionalidad a los ataques recibidos, por las reglas autoimpuestas de reducir al mínimo el uso de la violencia y de no portar armas de fuego.
Aunque en los casos descritos, se evidencia la comisión de varios delitos, la experiencia de más de 20 años de conflictividad permanente en nuestro país muestra que al final, estos hechos no serán sancionados ya que la resolución del conflicto terminará aplicando la perversa tradición de exonerar a los delincuentes y olvidar los hechos a cambio del levantamiento de las medidas de presión, lo que a su vez alienta una cultura de impunidad que debilita el estado de derecho, destruye el tejido social y desvirtúa las funciones de las fuerzas de seguridad.
Esta impunidad política, admitida incluso por el sistema judicial, muestra el grado de descomposición institucional al que hemos llegado, y la completa inversión de los valores y las normas de convivencia en nuestra sociedad. La paradoja es especialmente notoria en las ilegalidades que cometen los movimientos sociales corporativistas, que hoy en día se consideran acciones políticas y no delictivas, que alcanzan protección supra constitucional y que tienen más defensores que las víctimas de sus excesos.
De hecho, los individuos que están movilizados cometen varios tipos de delitos: el bloqueo (que en sí mismo es una violación al derecho a la libre circulación), el uso de la violencia contra efectivos policiales; la toma de rehenes y el asalto a la propiedad pública: delitos penales por los que cualquier ciudadano sería perseguido y encarcelado sin mayor trámite.
Pero la irracionalidad que impera en el país, ha invertido la lógica de la violencia, otorgando a los movimientos sociales, una especie de supremacía natural que ya no solamente les permite vulnerar derechos de terceros sino también ejercer acciones criminales en contra de las fuerzas del orden. Incluso se les otorga la prerrogativa de negociar impunidad, para impedir que el sistema judicial pueda investigar los delitos que se cometen en las protestas y que muchas veces incluyen muertes, lesiones graves, ataques a periodistas, destrozo de propiedad pública y privada, coacciones a conductores, impedimentos del paso de ambulancias y otros.
Incluso entre entidades del Estado y algunas organizaciones sociales hay quienes justifican estas acciones, las minimizan o pretenden invisibilizarlas. Así por ejemplo, hemos visto la diligencia de la Defensoría del Pueblo para asegurarse que los bloqueadores detenidos, que atacaron a la policía en Parotani, sean bien tratados y se respeten sus garantías, pero no para verificar las condiciones inhumanas que soportan los choferes retenidos en los caminos, la situación de los soldados / rehenes o de los campesinos y productores empobrecidos por el bloqueo.
Aludir al derecho humano a la protesta violenta, para justificar estas acciones, no solo es cínico sino incongruente con la propia Declaración Universal, que en su Art. 19 señala claramente que “En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática”.
La crisis económica, institucional y política que enfrenta nuestro país, parece ser finalmente el resultado de una enfermedad social que nos lacera y que ha deformado nuestra capacidad para distinguir el bien del mal, que ha convertido la comprensión en permisividad, la tolerancia en cobardía y la igualdad ante la ley en una frase vacía. Mientras no seamos conscientes de esta contradicción absurda, y no decidamos revertirla, los bloqueadores, los violentos, los asaltantes y los demagogos seguirán teniendo la palabra, la razón y el poder.
Ronald Nostas Ardaya es administrador de empresas e industrial.
El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.