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n diciembre de 2014, el entonces ministro Luis Arce, publicó un manifiesto denominado “Modelo Económico Social Comunitario Productivo (MESCP)” en el que resumió las bases del programa económico que impuso el gobierno en 2006 y que continúa hasta hoy. El documento parte de una definición categórica: “El Estado tiene que ser todo: planificador, empresario, inversionista, banquero, regulador, productor del desarrollo y (…) tiene la obligación de generar el crecimiento, el desarrollo en todas las instancias del país”, y concluye con otra no menos contundente: “Éste es un modelo de transición hacia el socialismo...”.

El autor cuestiona el rol del mercado en la economía, otorga al sector privado solo “cierta independencia en relación al Estado para formular su producción y su distribución” y afirma que el sector exportador en Bolivia “no se diversificó, no generó valor agregado, no generó riqueza al país” (sic).

Además, concluye que, con el MESCP, “se superó la dependencia del ahorro externo y se desarrolló la capacidad de generar ahorro interno para la inversión, reducir el endeudamiento externo y lograr superávit fiscal”. Curiosamente, en ninguna parte del texto habla de invertir en la exploración de hidrocarburos, garantizar la seguridad jurídica o enfrentar la corrupción.

Los resultados, a 18 años de su implementación, han evidenciado que el MESCP nos condujo al colapso económico, crisis multidimensional, déficit fiscal creciente e insostenible, profundización del extractivismo, caída de las reservas de gas, la mayor deuda pública de la historia y la improvisación y la ineficiencia en la gestión económica. Su fracaso está relacionado con la incomprensión de la realidad boliviana, los serios vacíos y contradicciones de su diagnóstico y las profundas inconsistencias en sus planteamientos, pero fundamentalmente se explica porque su diseño sólo busca justificar la imposición del modelo ultra estatista y endógeno, la precarización del sector privado y la reposición del fracasado socialismo.

El modelo no pasaría de ser una anécdota en la historia si no continuara siendo aplicado en el momento más complejo de la crisis, y si no estuviera entrando a su etapa más sombría: el control de los sectores productivos privados de Santa Cruz y la planificación centralizada de la oferta y la demanda.

La decisión de impedir la exportación de aceite de soya, el más importante producto no tradicional que Bolivia comercializa al exterior, y el intento de tomar cinco ingenios arroceros en el norte cruceño, pueden ser el principio de una etapa de avasallamiento estatal de sectores estratégicos para controlar la producción de alimentos. No es casual que, con las llamadas “leyes incendiarias” promulgadas por el gobierno, en el último año se quemaran siete millones de hectáreas en Santa Cruz; que la ley del presupuesto autorice al Estado el control, fiscalización, confiscación o decomiso de productos alimenticios; que los avasallamientos de tierras continúen o que la provisión de diésel para los productores agropecuarios sea especialmente escasa en este departamento.

Si además consideramos que el documento precitado señala que “Este (el MESCP) es un modelo económico que se basa en el éxito de la administración estatal de los recursos naturales”, encontramos que, para el régimen, es fundamental el control total de recursos como la tenencia de la tierra y la producción agrícola.

Este enfoque explicaría la razón por la que el sector productivo cruceño ha sido objeto de una presión constante e inmisericorde en los últimos 18 años, y que se expresó en la determinación arbitraria de cupos de exportación para la industria agropecuaria, la prohibición casi total del uso de semillas transgénicas, la entrega de grandes extensiones de tierras a afines al partido de gobierno, la negativa del Estado de desarrollar Puerto Busch y el poco interés por ser parte del corredor interoceánico vial.

En el fondo se trata de una confrontación geoestratégica y política entre un proyecto de poder que para consolidarse busca controlar la producción agroindustrial, y la tenacidad de una región que se ha desarrollado sobre cimientos profundos y que ha logrado autonomía económica y política. No olvidemos que ya en 2009, el entonces vicepresidente amenazaba a los empresarios cruceños para que no hicieran política, y se los responsabilizaba de la carestía de alimentos. Hoy ese discurso se está repitiendo.

La crisis económica que sufre Bolivia es parte de una contradicción ideológica en la que se juega no solamente la estabilidad coyuntural, sino el destino que nos espera en las próximas décadas. Si no tenemos clara consciencia de esta realidad, estaremos condenados a prolongar la permanencia de un modelo político y económico que solo ha traído polarización, crisis económica y debilitamiento de la institucionalidad democrática.

Ronald Nostas Ardaya es administrador de empresas e industrial.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.