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a situación de profunda crisis que vive nuestro país, admitida recientemente por el Presidente del Estado, además de reflejar el fracaso del modelo económico vigente, es el resultado de la imposición del populismo, una estrategia de gestión del poder que ha producido graves daños en todos los ámbitos de nuestra institucionalidad.

El populismo no puede considerarse una ideología, es más bien una forma de hacer política que se impone con mayor facilidad en países que padecen crisis en sus sistemas de partidos y tienen elevados índices de desigualdad. Utiliza los mecanismos democráticos, aunque apela a técnicas de propaganda totalitaria para consolidarse como la mejor opción electoral, especialmente en los estratos más pobres, logrando imponer su propia narrativa como el relato dominante de la sociedad.

Su discurso, basado en la confrontación entre el pueblo “sabio, honesto y explotado” y una clase dominante “abusiva, corrupta y envilecida”, es promovido por un caudillo que se presenta como salvador y representante único del pueblo, al que promete eliminar la desigualdad, la injusticia y la pobreza, a través de medidas rápidas y drásticas, aunque para ello demanda en su favor el reconocimiento de poderes extraordinarios que eludan a las normas y las instituciones.

Los populistas apelan a las emociones negativas como el miedo, la indignación o la xenofobia, buscando construir un vínculo profundo y activo entre el líder y sus seguidores, ofreciendo soluciones rápidas y simplistas a problemas complejos, que muchas veces resultan inviables o contraproducentes.

Al ser cortoplacista y poco consistente, la estrategia populista debe ajustar su discurso de manera constante, pero además tiene que neutralizar a las instituciones y acallar las voces críticas, para ello recurre constantemente a la consulta directa al “pueblo” a través de referendos, asambleas o congresos (normalmente controlados) que justifiquen sus decisiones impopulares o ilegales. “Aquí estoy parado firme. Mándeme el pueblo, que yo sabré obedecer. Soldado soy del pueblo, ustedes son mi jefe”, dijo Chávez en 2009, en concordancia con la definición de “mandar obedeciendo” arengada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional de México en 1994.

Uno de los efectos inevitables del populismo es el colapso que genera en la economía. Dondequiera que se ha impuesto, el populismo creó un ciclo vicioso en el que las políticas de efecto inmediato causaron inflación descontrolada, devaluación de la moneda y aumento de la deuda externa, además de destruir el aparato productivo y generar desequilibrios macroeconómicos difíciles de revertir.

Su visión excluyente y casi individual, prescinde del control y la fiscalización institucional, abroga las políticas públicas previas y aplica medidas como las nacionalizaciones, el agrandamiento del Estado y la construcción de mega obras de poca utilidad. Al carecer de una perspectiva de largo plazo y al tener como único objetivo la reproducción del poder, sus líderes se concentran en imponer medidas demagógicas y en realizar intensas campañas de propaganda y persuasión, destinadas a ganar apoyo popular, descuidando las políticas estructurales y sostenibles.

Aunque los métodos del populismo son usados preferentemente en procesos electorales, el mayor riesgo es que se apliquen en la gestión de gobierno ya que su persistencia y duración distorsionan los principios de la democracia, pero sobre todo destruyen sistemáticamente los pilares sobre los que debe sostenerse la economía: estabilidad, seguridad, libertad y propiedad. Los efectos de este proceso pueden ser devastadores para el sistema político y la armonía social ya que resultan muy difíciles de deconstruir y normalmente conducen a los países a épocas de inestabilidad e incluso de violencia, cuando se precisa reponer el orden y la legitimidad en la gestión.

Para los países como Bolivia, que han afrontado por mucho tiempo el esquema populista, la reconstrucción post crisis será más compleja que diseñar un modelo económico alternativo; se requerirá un nuevo pacto social a través de un cambio constitucional y, sobre todo un largo proceso de recuperación de los valores, principios y fundamentos democráticos y racionales que precisa el país para encaminarse hacia el verdadero desarrollo con justicia y sustentabilidad.

Desde esa perspectiva, nuestro mayor desafío no es el ajuste fiscal y financiero (que terminarán por aplicarse), sino la ausencia de una articulación entre el debate político y el análisis económico, que busque transformar los mecanismos sociales y culturales que reproducen la estrategia populista. Si no entendemos que el modelo económico es solo el resultado de un esquema de poder persistente y mayor, vamos a prolongar la crisis, manteniendo como en Venezuela, la base del sistema que la sostiene.

Ronald Nostas Ardaya es administrador de empresas e industrial.

El presente artículo de opinión es de responsabilidad del autor y no representa necesariamente la línea editorial de Datápolis.bo.